lunes, octubre 10, 2011

UN ÁNGEL EN LA SOLEDAD DEL POEMA. Por Amparo Romero Vásquez.

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UN ÁNGEL EN LA SOLEDAD DEL POEMA

Por Amparo Romero Vásquez

CANTARRANA

Páginas de Poesía

Cartago (Valle). Mayo - Julio 2011. No. 15

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UN ÁNGEL EN LA SOLEDAD DEL POEMA

Por Amparo Romero Vásquez

Cuando se escribe poesía, el poeta deja de poseerse para que otros posean su intimidad. Ya la lágrima, ni la pasión, ni siquiera las preguntas son suyas, todo le pertenece al que escucha la caída de cada prenda, de cada máscara, de cada silencio, ese ir deshojando el amor en el umbral del círculo, en la mañana o en la más terrible de las noches, porque el amor como un ángel en la soledad del poema, salva y redime, un sueño a orilla de los gestos, una batalla que quema, río confundido con la canción de los pájaros y Dios en ese canto, sueño o delirio que emergen del abismo, y no mueren el amor y el poema en los relojes, en la belleza del aceite hirviente que es la queja, en ese tejido que consume, porque arde la palabra y un valle de agua y de ceniza la enlazan al corazón de los árboles, a las llamas que habitan el jardín, el dolido acento del reloj de arena.

Hay un hilo que ata al poeta a todas las estaciones, a todas las historias, ninguno como el poeta conoce las hojas del verano, el tiempo que pasa y no regresa, sólo él, oye sollozar la ausencia, el centellear de sus luciérnagas o la negrura de las rocas que esconden la lluvia o la sed de las piedras.

Entre sus pájaros serenos como lunas, la creación poética, misteriosa señal cuyo fruto es su afinidad con lo desconocido, con su proyecto más amado que emerge como ángel que festeja sus alumbramientos de miel, ese incendio de flores que es cada viaje al centro de la tierra, a esa marea espesa de los caminos. En la noche cerrada celebran los murciélagos la desnudez del viejo naranjo que ha dejado de florecer, instante supremo en que el poeta fluye y amplia sus visiones, su carne viva y sin piedad escribe su dialéctica de abismos, gota de océano que lo salva o aniquila, palabra que es memoria de códigos leídos en la noche vacía, voces deletreando el sonido de la sílaba, en otra noche quizás sin luna y sin estrellas, ese tejido diario que proporciona el agua y la luz, ese acuerdo poético del hombre con el universo, fusión que nos enseña que el paraíso es una inmensa biblioteca, o por qué no decirlo; el poema íntimo y bello, anudado y ciego. Edades poéticas que se unen en una memoria que tiene raíces y hace posible auscultar la palabra, sembrarla, hacerla frutecer, vadearla y la afirmación del acertijo y el gozo, la danza de las sílabas anudando la muerte.

Desde cualquier orilla o naufragio posibles, atreverse a subvertir esa condición de nacer para morir, porque este es el oficio de quien escribe poesía y la hila y la traza, enhebrándola hasta descubrir el principio y el fin, la primera palabra donde el poeta empieza su proceso, crece, se va haciendo al sol que tuesta la curvatura de los marineros, a ese almíbar del trópico encantado, a la sed y a los recuerdos , a ese dar gracias por el corazón del pájaro y el tesoro de la luz en los amaneceres, luz que llama a la luz como un fuego de oro, por el amor codicioso como la muerte, por su mirada que regresa a través de los musgos, el quehacer diario que estremece los huesos y nos enseña el peso del universo, ese murmullo que es la poesía anunciando la noche de los circos, la locura de los alambiques, ciudades desconocidas, las tan amadas, la que se quedó en la sangre,

El poeta y su poesía viendo caer la tarde que agujerea las casas, el inicio interminable de una calle, La poesía ese acto endemoniado y hermoso, esa nueva soledad que ausculta la muerte, sigue siendo hierro forjado al encuentro de otro sol, esa dulce cueva del magma y el lloro, metamorfosis que busca esa flauta que resuena en los abedules, en ese Dios de yodo y de salitre, en la dicha de su licor espeso. Poesía: infinitud que no abandona, como quien atesora en sus manos el sonido de una tambora, el alba y el desasosiego devorándose los tigres que duermen bajo los sauces y la música, los alabaos a sus muertos, a los niños que se alimentan de la miel azulada de los cocos. La poesía: blasfemia que cabe en el minúsculo ojo del poema, curva y cerrada como una trampa, navegación donde se recobra la inocencia, poesía que conoce el código de los desarraigos, de los solos, de los de las tinieblas.

En estas divagaciones propias de mi cercanía con la noche, estas notas esenciales e íntimas. La floración poética: mi verdad que canta desde las profundidades abisales y mi piel de ojos y de escamas, desde la guerra que es un jinete en llamas, terco como el aleteo de una maldición, y en la penumbra una mujer de agua y los manglares y el último crepúsculo. Al escribirlas el destino la cerca y se estremecen la espesura y las sombras. Mujer guardada a través de ríos y estaciones y la furia del barro, regando y recogiendo, arando en el silencio de las cosas y la carne.

Murmura la lámpara con sus ojos extraños y se hace el poema, y el poeta dibuja la luna en sus pupilas. Llama a los lobos.

Magia y vértigo lo que se le revela.

Amparo Romero Vásquez

Santiago de Cali VI-16 de 2011

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CANTARRANA

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Cartago (Valle). Mayo - Julio 2011. No. 15

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